La pregunta del día es: ¿Es pecado maldecir?
Gracias por su pregunta. Maldecir, literalmente significa condenar algo a destrucción. Cuando alguien maldice a una persona o cosa, está condenando a esa persona o cosa a destrucción. Por eso es que el diccionario afirma que maldecir es el deseo que al prójimo le venga algún daño. Siendo así, es natural pensar que la Biblia prohíbe maldecir. Específicamente, el Antiguo Testamento condena el maldecir a los padres. Éxodo 21:17 dice: “Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá”. Fíjese cuán terrible era maldecir al padre o a la madre. El castigo según la ley de Moisés era la pena de muerte. Si se aplicara este principio en la actualidad, me temo que muchos hijos, especialmente jóvenes, yacerían bajo un montón de piedras, porque la pena de muerte bajo la ley de Moisés, era el apedreamiento. Cuidado con maldecir a su padre o a su madre, amable oyente. El Antiguo Testamento también prohibía maldecir a una autoridad. Éxodo 22:28 dice: “No injuriarás a los jueces, ni maldecirás al príncipe de tu pueblo”. Algo interesante es lo que encontramos en Levítico 19:14: No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios. Yo Jehová”. El sordo, obviamente, no tiene capacidad de oír una maldición, pero aún así el Antiguo Testamento prohíbe que se le maldiga, por cuanto maldecir afecta más al que maldice que al que recibe la maldición. Maldecir es como escupir al cielo. El mal es para quien lo hace. Pero no sólo el Antiguo Testamento condena el maldecir, el Nuevo Testamento lo hace tal vez con más fuerza. Romanos 3:14 dice: “Su boca está llena de maldición y de amargura” Maldecir es propio de un incrédulo. Maldecir es el fruto de un corazón entregado al pecado. En el Sermón del Monte, Jesús se refirió a la prohibición de maldecir. Mateo 5:44 dice. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen;
En el mundo en el cual vivimos, es inevitable que alguien nos maldiga, pero como creyentes, no debemos responder con maldición a los que nos maldicen. Todo lo contrario, debemos responder con bendición a los que nos maldicen. El mejor ejemplo de esta conducta fue el mismo Señor Jesucristo. 1 Pedro 2:23 dice: quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente;
El apóstol Pablo también exhorta a los creyentes a no maldecir. Romanos 12:14 dice: Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis.
No maldecir en este texto es una orden. No existe justificación alguna para que un creyente maldiga a otro. Santiago lo puso muy bien cuando en Santiago 3:7-12 dice: Porque toda naturaleza de bestias, y de aves, y de serpientes, y de seres del mar, se doma y ha sido domada por la naturaleza humana; pero ningún hombre puede domar la lengua, que es un mal que no puede ser refrenado, llena de veneno mortal. Con ella bendecimos al Dios y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios. De una misma boca proceden bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Acaso alguna fuente echa por una misma abertura agua dulce y amarga? Hermanos míos, ¿puede acaso la higuera producir aceitunas, o la vid higos? Así también ninguna fuente puede dar agua salada y dulce.
Es imprescindible por tanto que los creyentes refrenemos nuestra lengua para no proferir maldiciones a nadie, y si ya lo hemos hecho, aunque pensemos que teníamos razón para hacerlo, debemos reconocer que pecamos, debemos confesar a Dios ese pecado y debemos prometer que nunca jamás lo vamos a hacer con la ayuda del Señor.