La muerte de un creyente difiere de la muerte de un incrédulo en el sentido que el creyente pasa a disfrutar de sus bienes venideros mientras que el incrédulo pasa a recibir su eterna condenación.
Así que, aunque la muerte de un creyente es motivo de profundo dolor para sus allegados, sin embargo, ese dolor se mitiga por la esperanza que tenemos de volver a ver, algún día, al creyente que ha partido a la eternidad. 1 Tesalonicenses 4:13 dice: “Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza”
Cuando muere un ser querido siendo creyente, estará presente la tristeza por la separación temporal, pero esa tristeza no debe ser de tal magnitud como si se hubiera muerto algún incrédulo, porque los creyentes tenemos esperanza de resurrección y de un encuentro glorioso con el creyente que ha muerto.
Este hecho debe evidenciarse de alguna manera en los creyentes que quedan vivos. Por eso es que muchos creyentes rehúsan vestir duelo.
Otros visten duelo pero por un tiempo relativamente corto. La Biblia no es dogmática en este asunto y por tanto el creyente está en libertad de adoptar su propia postura sobre este asunto.