Saludos, amiga, amigo oyente. La Biblia Dice… le extiende cordial bienvenida al estudio bíblico de hoy. Este estudio bíblico es parte de la serie que lleva por título: Romanos, la salvación por gracia por medio de la fe en Cristo Jesús. Los creyentes hemos sido justificados, o declarados justos por Dios. Esta realidad espiritual debe manifestarse de forma práctica en el mundo en el cual vivimos. En esta oportunidad, David Logacho nos hablará acerca de dos deberes más de todos los creyentes.
Los creyentes no son parte del mundo, pero temporalmente tienen que vivir en el mundo. Este hecho debe manifestarse en formas prácticas. Una de las formas prácticas, lo cual viene a ser también uno de los deberes de todo creyente, es amar a sus semejantes, no importa si son creyentes o incrédulos. Eso es lo que encontramos en Romanos 13:8-10 donde dice: “No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor.” Interesante que para entrar al tema del amor a los demás por parte del creyente, el apóstol Pablo se abre camino por medio de tratar el tema de las deudas. Un deudor no necesariamente es alguien que ha realizado un préstamo, sino alguien que habiendo realizado un préstamo no cumple con el pago en la fecha establecida. Este es un deudor. La Biblia no condena hacer préstamos. Note lo que dice Éxodo 22:25: “Cuando prestares dinero a uno de mi pueblo, al pobre que está contigo, no te portarás con él como logrero, ni le impondrás usura.” No hay problema con prestar dinero, el problema es exigir un interés mayor que el establecido. Esto se llama usura y es condenado por la palabra de Dios. Obviamente, cuando el creyente pide dinero en calidad de préstamo corre el riesgo de tornarse en un deudor y si ello llegara a pasar queda a merced de su acreedor. De esto es lo que habla Proverbios 22:7 donde dice: “El rico se enseñorea de los pobres, y el que toma prestado es siervo del que presta” De modo que cuando un creyente ha adquirido un préstamo está en obligación de pagar dentro del plazo que tiene para hacerlo. Esta es una manera de mostrar el amor a los demás. Por eso es que el texto dice: No debáis a nadie nada, sino el amaros los unos a los otros. El verbo amar en esta frase es la traducción de un verbo griego que significa acción de sacrificio en beneficio de la persona amada. Los creyentes estamos entonces en obligación de hacer actos de sacrificio a favor de los demás. Esto es lo que significa amarnos los unos a los otros. Cuando un creyente ama al prójimo de esta manera sacrificial habrá cumplido la ley. La razón para esto es por cuanto los cinco mandamientos del decálogo, es decir desde el sexto hasta el décimo se los puede resumir en una sola frase: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo, jamás pondrá el ojo en la mujer de su prójimo para adulterar con ella. Un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo, jamás atentará contra la vida de su prójimo. Un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo, jamás robará a su prójimo. Un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo, jamás mentirá para causar daño al prójimo. Un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo, jamás codiciará cualquier cosa que pertenece a su prójimo. En definitiva, un creyente que ama a su prójimo como a sí mismo jamás hará algo que sea opuesto a cualquier cosa que dice Dios en relación con el trato a las demás personas. Pablo por tanto afirma: El amor no hace mal al prójimo. De manera que, amable oyente, si tratamos a los demás con el mismo cuidado que nos tratamos a nosotros mismos, no violaremos ninguno de los principios de la ley de Dios en lo que tiene relación con la manera como debemos tratar a los demás. De esta manera, el cumplimiento de la ley es el amor. Al terminar este capítulo de Romanos, Pablo nos muestra otro de los deberes de los creyentes mientras estamos en el mundo. Tiene que ver con una vida de santidad. Romanos 13: 11-14 dice: “Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño; porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente, no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.” La buena conducta del creyente, producto del amor que debe tener hacia los demás, reviste capital importancia a la luz de que está cercana la venida del Señor. El pasaje bíblico que acabamos de leer trae la más sublime de las esperanzas en contacto directo con el más práctico de los deberes. Permite traslucir la misma gloria del reino venidero en el lugar donde se encuentre el creyente, bien sea en la casa, en la oficina, en la calle, en el negocio, etc. Lleva la visión de la transfiguración del monte al valle, y nos fortalece para vivir cada momento bajo los poderes del mundo venidero. Primero, nos dice que la noche está avanzada y se acerca el día. Si esto fue así en los días de Pablo, cuánto más ahora. Ya se puede divisar la estrella matutina de la esperanza en muchos corazones y se divisan los primeros rayos de la luz del alba. La venida del Señor está tan cerca amable oyente. Segundo, es necesario por tanto levantarnos del sueño. El sueño es una condición en que las cosas reales parecen falsas y las cosas falsas parecen reales. Al soñador la tierra de ensueños parece ser un mundo de personas y cosas verdaderas y, sin embargo, las realidades de la vida alrededor aun no han sido realizadas. El fuego puede estallar en la recámara, el ladrón puede estar llevando sus tesoros, lo más precioso de su vida puede estar por perderse y, sin embargo, él queda indiferente, pero al mismo tiempo, alguna dificultad imaginaria agita su mente llenándola de agonía e incertidumbre, o tal vez se llena su mente de un gozo imaginario. Y así hay muchísimos que sueñan en un sentido espiritual, y están continuamente preocupados de cosas imaginarias y son insensibles a las cosas que atañen a su bienestar espiritual. Despertémonos del sueño; estemos alerta, estemos vivos en cuanto a las grandes necesidades que nos afectan. Tercero, desechemos las obras de las tinieblas, las sueltas ropas del placer y las largas vestimentas del reposo. Los placeres de las horas de tinieblas no son para los hijos del día. Desechemos las obras de las tinieblas. Cuarto, vistámonos las armas de la luz. Antes de ponernos nuestra ropa, pongámonos nuestras armas, porque estamos por entrar a territorio enemigo y a un mundo de peligros; ciñamos nuestros lomos con la verdad, vistámonos con la coraza de la justicia, calcemos nuestros pies con apresto del evangelio de la paz, tomemos el escudo de la fe, pongámonos el yelmo de la salvación y tomemos la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. Estemos vigilantes a medida que los peligros de los últimos días nos asedian. Quinto, vistámonos del Señor Jesucristo. Este es el vestuario del día. No nuestras propias obras de justicia, sino la persona y la justicia del Señor Jesucristo, quien nos dio su misma vida y llegó a ser nuestro suficiente Salvador y Señor. Sexto, andemos como de día, honestamente. Glotonería, borrachera, lujuria, lascivia, contiendas y envidia son las obras de las tinieblas y ni siquiera deberían entrar en el pensamiento de los hijos del día. Los hijos del día han de andar en justicia y vivir con cautela, sobriamente, piadosamente, anhelando esa esperanza bienaventurada y la gloriosa aparición del gran Dios y Salvador, nuestro Señor Jesucristo. Séptimo, digamos no, a la carne, al mundo, y al amor egoísta y aprendamos esa santa abnegación, de la que tanto consiste la vida de obediencia. No hagamos provisión para la carne ni nos prestemos para hacer las obras de la vida vieja. Digamos no a todo lo que sea terrenal y egoísta. Cuanto de la vida de fe depende y consiste en simplemente negarnos a nosotros mismos. Principiemos con un “si” a Dios y concluyamos con un eterno “no” a nosotros mismos, al mundo, a la carne y al diablo. El vestido de una mujer oriental se sujeta al cuerpo con un pequeño nudo. Metros y metros de tela se colocan en forma elegante y todo queda sujeto con una pequeña amarra. Así también nuestros vestidos espirituales se amarran con un pequeño “no” y si este se suelta, cae todo, dejándonos desnudos y avergonzados. Que por la gracia de Dios el mundo pueda ver en nosotros algo diferente. Que pueda ver a Cristo mismo en nuestra vida.
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