Es un gozo saludarle amable oyente. Reciba una cordial bienvenida al estudio bíblico de hoy. La Palabra de Dios dice en Génesis 6 que cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra, había gigantes en la tierra en aquellos días. Seguramente fue de estos gigantes que descendieron los gigantes que mucho tiempo después se encontraron con los doce espías de Israel quienes fueron enviados por Moisés en una misión secreta de reconocimiento de la tierra prometida. Estos gigantes infundieron tanto temor en los israelitas que la mayoría de ellos desistieron de su anhelo de conquistar esa tierra que fluye leche y miel. Qué triste. Estos Israelitas se dejaron dominar por los gigantes y de esa manera no recibieron las grandiosas promesas que Dios les había hecho. Nosotros también amable oyente, podemos dejar de recibir grandiosas promesas de Dios por el solo hecho de dejarnos dominar de algunos gigantes. Los gigantes que amenazan con dominarnos y nos infunden tanto temor no son de carne y hueso como los gigantes del pasado sino que son más bien hábitos o actitudes contra las cuales todos nosotros tenemos que luchar. Ya hemos visto que estos poderosos gigantes pueden ser el desánimo, la crítica, el temor, el chisme, la culpa, la dureza de corazón, el complejo de inferioridad, los celos, la soledad, los malos entendidos y la enfermedad. En el estudio bíblico de hoy vamos a tratar acerca de otro de estos poderosos gigantes.
Los gigantes acerca de los cuales se habla en las Escrituras eran gigantes literales, eran hombres reales. Los gigantes de quienes estamos hablando nosotros son de diferente clase, pero son igualmente reales, igualmente peligrosos, igualmente amenazadores, igualmente poderosos. Nuestros gigantes son aquellas cosas que nos estorban o impiden conseguir lo mejor, nos impiden ser lo que debemos ser, o lo que queremos ser o lo que Dios quiere que seamos. A menudo somos estorbados, arrinconados, asustados, pisoteados o derrotados por estos gigantes. O aprendemos a conquistarlos o terminarán conquistándonos y alejando de nosotros todas las cosas buenas que Dios tiene para nosotros. Los gigantes que enfrentamos no son inofensivos. Nos atacan sin importar lo que seamos o donde estemos. Si no nos mantenemos alerta, nos privarán del mismo gozo del Señor, el cual es nuestra fortaleza, conforme a lo que dice Nehemías 8:10 donde leemos: porque el gozo de Jehová es vuestra fuerza.
Estos gigantes pueden dejarnos maltrechos, gimiendo y con nuestra vida marchita e inútil. Uno de estos gigantes al acecho se llama resentimiento. El resentimiento es el enojo guardado en nuestro corazón ante una persona, cosa o circunstancia que nos causó algún tipo de malestar. Un joven puede vivir resentido contra sus padres porque cuando era niño sus padres no le prodigaron amor. Una esposa puede vivir resentida contra su esposo porque en algún momento éste le agredió física y verbalmente. Cuando el resentimiento no es confrontado franca y honestamente y erradicado de nuestra vida, corre el riesgo de transformarse en rencor que en esencia es resentimiento arraigado y tenaz. El rencor es condenado en la Palabra de Dios. Levítico 19:18 dice: No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová.
Interesante que el resentimiento y el ulterior rencor son un atentado contra el amor. Por eso Pablo al hablar del perfecto amor dice en 1 Corintios 13:5 que el amor no guarda rencor. Cuando nos rendimos ante el gigante del resentimiento nos afligirá sin misericordia. Sufriremos espiritualmente, porque el resentimiento es un obstáculo en nuestra comunión con Dios. Sufriremos emocionalmente, porque el resentimiento es como vivir con una herida abierta que va infectándose más y más a medida que avanza el tiempo. Sufriremos físicamente, porque el resentimiento es el origen de muchas enfermedades. Según los médicos, una de las causas para las úlceras gastrointestinales es justamente el resentimiento. Así que, amable oyente, es altamente peligroso dejarnos dominar por el gigante llamado resentimiento. Lo prudente es conquistar este poderoso gigante. Si tiene a Cristo en su corazón, está en capacidad de derrotar a este gigante en su vida. Existe un arma mortal que el gigante del resentimiento no puede resistir. Esa arma se llama perdón. Al escuchar esta palabra, a lo mejor se pondrá a la defensiva y dirá: La verdad es que no puedo perdonar a esa persona. Lo que esta persona me hizo es imperdonable. Si supiera lo que me hizo esta persona. Por supuesto que yo no sé lo que alguien le ha hecho amable oyente, pero ¿Quiere saber algo? Cualquier cosa que le hayan hecho es nada en comparación con lo que usted y yo hemos hecho en contra de Dios. Lo que nosotros pecadores hicimos a Dios fue tan grave, que costó la vida de su amado Hijo. Pero lo grandioso es que Dios nos perdonó. Efesios 4:30-32 dice: Y no contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.
Eph 4:31 Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia.
Eph 4:32 Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.
A pesar de que nuestra ofensa a Dios fue tan grave, Él nos perdonó en Cristo. Por tanto, dice Pablo, así mismo perdone a todo aquel que le ofende, sin importar la magnitud de la ofensa. El perdón, amable oyente, es el mejor favor que nosotros podemos hacernos a nosotros mismos. El gigante del resentimiento nos aconseja vivir resentidos como una arma para atacar al que nos ofendió. Nuestro resentimiento hacia esa persona será el permanente recordatorio que fuimos agredidos por esa persona. Llegamos a pensar que la persona que nos ofendió estará sufriendo lo indecible por cuanto nosotros estamos resentidos. Pero es todo lo contrario amable oyente. Cuando estamos resentidos nosotros llevamos la peor parte. Ya hemos señalado que el resentimiento es un lujo que no debemos permitirnos porque el precio que tenemos que pagar no se puede cuantificar en lo espiritual, en lo emocional y en lo físico. Si queremos dejar de estar resentidos, debemos perdonar. No estamos diciendo que sea fácil perdonar. El mismo Señor Jesucristo dijo que no sería fácil. Mateo 16:24 dice: Entonces Jesús dijo a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.
Sin importar como definamos la cruz en este versículo, no podemos reducirla a algo fácil o simple. Es algo muy difícil, arduo y penoso. Dios quiere que perdonemos a otros igual como Él nos ha perdonado a nosotros. Además amigo oyente, el perdón no es una opción que tenemos los creyentes. Ninguno de los que somos hijos de Dios podemos decir: Si quiero perdono y si no quiero no perdono. El perdón es en realidad un mandato del Señor. Marcos 11:25-26 dice: Y cuando estéis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre que está en los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas.
Mar 11:26 Porque si vosotros no perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará vuestras ofensas.
El guardar resentimientos, o lo que es lo mismo, el no perdonar es lo mismo que andar en desobediencia a la Palabra de Dios, algo condenado por Dios. De modo que, amable oyente, detrás del entre comillas “no puedo perdonar” en realidad lo que se esconde es un “no quiero perdonar” y el que mantiene esta actitud está en franca y abierta rebeldía contra Dios. Otra cosa que debemos tomar muy en cuenta a la hora de perdonar es que el perdón no necesariamente implica olvidar la ofensa recibida. El perdón es en realidad un compromiso que nos hacemos delante de Dios por el cual nos obligamos a nosotros mismos a nunca jamás tratar al ofensor de la misma manera como el ofensor nos trató a nosotros. Si no tenemos este concepto de perdón, siempre nos encontraremos hurgando en las ofensas del pasado para echar más leña al fuego del conflicto. Una esposa que no tiene esta manera de pensar, encontrará que siempre que discute con su esposo saca a colación problemas que se supone ya fueron arreglados y perdonados. Terminando ya, amable oyente, recuerde que es muy peligroso dejar que nos domine el gigante del resentimiento. Para evitarlo tenemos que echar mano del arma llamada perdón. No es fácil perdonar, pero cuando nos decidimos hacerlo ganaremos un cúmulo de beneficios.
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