Bienvenida, bienvenido al estudio bíblico de hoy. Estamos estudiando el libro de Proverbios en la serie que lleva por título: Proverbios, sabiduría celestial para la vida terrenal. Hoy nos corresponde estudiar la segunda parte del capítulo 23.
Entre Proverbios 22:22 hasta Proverbios 24 encontramos treinta dichos de los sabios, recopilados por Salomón.
Hemos estudiado ya los 10 primeros. Ahora nos corresponde estudiar el undécimo. Se encuentra en Proverbios 23:12 donde dice: «Aplica tu corazón a la enseñanza, y tus oídos a las palabras de sabiduría»
Lo que este proverbio está diciendo es que no existen atajos hacia la sabiduría. Si se la quiere obtener es necesario pagar el precio. El precio es aplicar el corazón a la enseñanza. Esto significa un esfuerzo constante y denodado por aprender. El precio es aplicar el oído a las palabras de sabiduría. Esto significa también un esfuerzo constante y denodado por escudriñar la palabra de Dios. Nadie logrará volverse sabio con sólo desearlo. Es necesario un arduo trabajo.
Una vez un joven que anhelaba llegar a ser un gran predicador, preguntó a un famoso predicador de su época: ¿Dónde está el secreto para predicar esos mensajes tan poderosos? El famoso predicador acercó su boca al oído del joven como cuando alguien quiere comunicar un secreto, y gritando a todo pulmón dijo: ¡Trabajo! Fue una lección que el aspirante a gran predicador jamás olvidaría.
El duodécimo dicho de los sabios está en Proverbios 23:13-14 donde dice: «No dejes de corregir al joven, que unos cuantos azotes no lo matarán; por el contrario, si lo corriges, lo librarás de la muerte.»
Evitar la disciplina con vara no hace ningún bien a un hijo malcriado. La Biblia exhorta a corregir con vara al hijo rebelde. El texto dice que unos cuantos azotes no matarán al hijo desobediente. Por el contrario, los azotes en las posaderas del hijo malcriado, lo librarán de la muerte.
Un hijo que ha sido disciplinado por sus padres como la Biblia aconseja, tiene grandes probabilidades de vivir una vida libre de los peligros que normalmente asechan a los hijos que han crecido sin la disciplina de sus padres. Si Usted es padre o madre de familia, jamás piense que va a dañar a sus hijos si los disciplina con vara, siempre en amor, por supuesto. Todo lo contrario, causaría un gran daño a sus hijos si evita disciplinarlos con vara.
Tenemos ahora el dicho decimotercero de los sabios. Se encuentra en Proverbios 23:15-16 donde dice: «Hijo mío, si tu corazón fuere sabio, también a mí se me alegrará el corazón. Mis entrañas también se alegrarán cuando tus labios hablaren cosas rectas.»
El padre se goza cuando su hijo tiene un corazón sabio y habla cosas rectas. El maestro también experimenta el mismo gozo cuando su alumno recibe sabiduría y la comparte con otros. El apóstol Pablo experimentó este gozo cuando según 1ª Tesalonicenses 3:8 dijo: «porque ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor»
El apóstol Juan experimentó lo propio cuando en 3ª Juan 4 dijo lo siguiente: «No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad»
Que por la gracia de Dios, nuestros hijos nos traigan este gozo tan especial y que de la misma manera nuestros discípulos nos llenen de gozo el corazón por medio de su andar en sabiduría y en verdad.
Viene ahora el dicho decimocuarto de los sabios. Aparece entre los versículos 17 y 18 donde dice: «No tenga tu corazón envidia de los pecadores, antes persevera en el temor de Jehová todo el tiempo; porque ciertamente hay fin, y tu esperanza no será cortada.»
El mundo en el que vivimos está tan distorsionado por el pecado, que la mayoría de los que poseen la riqueza no tienen ningún temor o respeto hacia Dios. Con bastante frecuencia, este hecho es causa de malestar en muchos creyentes. Razonan y dicen: ¿Cómo es posible que tal o cual persona sea tan rica y próspera a pesar de ser tan impía, en cambio yo, no tengo ni para satisfacer mis necesidades básicas, a pesar que me estoy esforzando por agradar al Señor?.
A creyentes que piensan así, los sabios aconsejan: No tenga tu corazón envidia de los pecadores. En lugar de eso, es necesario perseverar en el temor de Jehová todo el tiempo. Es una manera de decir: No desmayes en tu respeto, devoción y confianza en el Señor. Dios sabe lo que hace y por qué lo hace. Además como dice el texto leído: Ciertamente hay fin. Esto significa que Dios tiene un buen propósito tanto para que el impío prospere, como para que el creyente no prospere.
Pero también significa que el fin del impío, si no arregla su problema de pecado con Dios, es el castigo eterno, mientras que el fin del genuino creyente es la gloria eterna. A la luz del fin que espera al creyente, no importa la leve tribulación momentánea que a veces tiene que padecer. Al final de este dicho de los sabios encontramos una hermosa promesa: Tu esperanza no será cortada. Esto significa que Dios cumplirá todo lo que ha prometido para los que somos de él.
De modo que, amable oyente, no se preocupe por la aparente prosperidad de los impíos. No tenga envidia de ellos. Persevere en su confianza y devoción al Señor y jamás será defraudado.
Tenemos a continuación el decimoquinto dicho de los sabios. Está entre los versículos 19 a 21 del capítulo 23 de Proverbios. Dice así: «Oye, hijo mío, y sé sabio, y endereza tu corazón al camino. No estés con los bebedores de vino, ni con los comedores de carne; porque el bebedor y el comilón empobrecerán, y el sueño hará vestir vestidos rotos.»
Se trata de un joven que se ha desviado del camino correcto y se ha juntado a los borrachos y a los glotones. Los sabios aconsejan a este joven diciendo: Oye hijo mío, y sé sabio. Luego hacen la invitación: Endereza tu corazón al camino. Una forma de decir: Vuelve al camino correcto desde el cual te apartaste. Los borrachos y los glotones jamás serán buena compañía para los que quieren andar en el camino correcto. ¿Por qué? Porque los borrachos y glotones están condenados a la pobreza. La borrachera y la glotonería producen el mismo resultado que la pereza, conducen a la pobreza. El sueño hará vestir vestidos rotos, dice el proverbio.
Todo esto me hace pensar en esa conmovedora parábola relatada por el Señor Jesucristo. La parábola del hijo pródigo. El hijo pródigo se desvió del camino correcto y abandonando su casa se juntó con borrachos y glotones, con quienes gastó todo el dinero de la herencia. Estando en bancarrota espiritual y económica, no le quedó otra cosa sino apacentar cerdos y llegar al colmo de anhelar comer lo que los cerdos comían, pero ni aún eso le daban. Menos mal que el hijo pródigo volvió en sí y dijo: ¿Cómo es posible que yo esté en esta terrible situación cuando el más insignificante trabajador de la casa de mi padre está en mejores condiciones que yo?
El hijo pródigo está volviendo al camino correcto. Eventualmente volvió a la casa de su padre donde fue restaurado. Tal vez alguno de nuestros amigos oyentes, está en bancarrota espiritual y material como el hijo pródigo. Este es el momento para recapacitar, enderezar los pasos y retornar al calor de la hermosa comunión con el Señor.
Así llegamos al decimosexto dicho de los sabios. Se encuentra entre los versículos 22 a 25. Dice así: «Oye a tu padre, a aquel que te engendró; y cuando tu madre envejeciere, no la menosprecies. Compra la verdad, y no la vendas; la sabiduría, la enseñanza y la inteligencia. Mucho se alegrará el padre del justo, y el que engendra sabio se gozará con él. Alégrense tu padre y tu madre, y gócese la que te dio a luz.»
Cuan importante es atesorar este consejo en un mundo que no sólo desobedece a los padres sino que los desprecia infamemente. Oye a tu padre, a aquel que te engendró dice el texto. Los jóvenes especialmente, piensan que los padres son anticuados y que nada útil pueden aportar. Le llaman la barrera generacional.
Pero la Biblia dice que los hijos deben oír a sus padres, no sólo en el sentido de respetar sus criterios, sino también en el sentido de someterse a sus mandatos, siempre y cuando los hijos estén viviendo con sus padres, por supuesto. Parte del honrar padre y madre es justamente que los hijos aprecien a los padres en su vejez. Los padres dan todo por sus hijos, pero cuando los hijos crecen se vuelven ingratos con sus ancianos padres.
Arturo Hotton cuenta esta conmovedora historia. Cuando aquella noche la vida del robusto campesino se apagó en el humilde rancho, la esposa apretujó contra el pecho a su pequeño hijo, prometiéndose a sí misma hacerlo todo por él. Los años pasaron, sus manos encallecieron pero su delantal descolorido se hermoseó la tarde que recogió sus lágrimas al ver partir a su muchacho a la ciudad. A costa de sacrificios le ayudó en la carrera universitaria mandándole lo poco que podía obtener de sus tareas rurales, no importaba que los cabellos se cubriesen de nieve… su hijo triunfaba. Las hojas cayeron, el tiempo pasó y una mañana recibió el telegrama esperado toda la vida. ¡Su muchacho era doctor! Se había graduado con distinguidas calificaciones y un futuro brillante le esperaba. La madre, profundamente emocionada reunió sus ahorros y sin decir palabras tomó el tren hacia la capital para estar presente en la entrega de diplomas ¡quería darle una sorpresa a su hijo! La ceremonia estaba en su apogeo cuando se oyó una discusión en la entrada, era la anciana tratando de entrar en el recinto. De nada valieron los argumentos del flemático guardián, como pudo se abrió paso hacia delante buscando con sus ojos nublados a su muchacho querido. Su vestido, aunque era el mejor que tenía, era de líneas anticuadas, su peinado algo pasado de moda y un murmullo de burla se oyó en la sala. El joven profesional se puso lívido y recogiendo con vergüenza los rumores de los presentes, dijo resueltamente: Sáquenla de aquí, esta mujer está loca, yo no la conozco… Al oír estas palabras, los ojos grises de la dulce madre se mancharon con sangre de su corazón, su frente rugosa se inclinó y, dando media vuelta, no necesitó que nadie le sacase, ella misma regresaba a su chacra, dejando para siempre aquel por quien había luchado, había encanecido, había rogado, había sufrido. Al caer la tarde, un silbato triste quebró el silencio, el viejo tren comenzó la marcha, junto a una ventanilla una mujer lloraba a escondidas, sus lágrimas caían sobre el pedazo de pan que tenía en las manos. Aun tenía puesto su mejor vestido, atrás fue quedando la ciudad envuelta en brumas… adelante… la soledad.
Qué terrible es despreciar a los padres en la vejez amable oyente. Los hijos debemos procurar ser la fuente del gozo para nuestros padres. Esta es la verdad que una vez adquirida no se la puede vender, es la sabiduría, la enseñanza y la inteligencia que jamás se deben apartar de nosotros.
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