Saludos mi amiga, mi amigo. Es un gozo darle una cordial bienvenida al estudio bíblico de hoy. Después de la pausa musical estará junto a nosotros David Logacho para hablarnos acerca de la pasión del Señor Jesús en manos de Pilato y también del trágico final de Judas Iscariote.
Gracias amable oyente por su sintonía. Es una bendición saber que usted me está escuchando. Mientras el impetuoso Pedro vivía su propio drama que fue consecuencia de haber negado al Señor Jesús por tres veces antes que el gallo cante, el Señor Jesús sufría el despiadado e injusto maltrato de una turba enfurecida. El recuento histórico dice que le escupieron en el rostro, y le dieron de puñetazos, y otros le abofeteaban diciendo: Profetízanos Cristo, quien es el que te golpeó. ¿Pero qué hacía el sumo sacerdote, los principales sacerdotes, los escribas y los ancianos del pueblo? Pues ellos deliberaban. Si tiene una Biblia a la mano, ábrala en Mateo 27:1-2. Permítame leer este pasaje bíblico. La Biblia dice: Venida la mañana, todos los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo entraron en consejo contra Jesús, para entregarle a muerte. Y le llevaron atado, y le entregaron a Poncio Pilato, el gobernador.
Era el 14 del mes judío de Nisán, el día en que se debía sacrificar el cordero pascual. Mientras las tenues luces del alba iban abriéndose camino anunciando que la mañana estaba cerca, los principales sacerdotes y el sanedrín, o los ancianos del pueblo entraron en consejo contra el Señor Jesús, para entregarle a muerte. Esto fue necesario por diversas razones. No se trataba de dirimir si el Señor Jesús debía morir o no, porque eso ya lo decidieron anteriormente. Lo que faltaba decidir era cómo lo iban a matar. En ese tiempo, el territorio judío estaba bajo el dominio del imperio romano. Los romanos concedieron algo de autonomía a las autoridades judías, pero no toda la autonomía. Por ejemplo, los judíos no podían poner en práctica las sentencias de muerte que determinaba la ley de Moisés. Para ejecutar una sentencia de muerte, los judíos necesitaban la aprobación de la autoridad romana de esos territorios. El asunto no era tan sencillo, porque a la autoridad romana no le iba ni le venía el hecho que el Señor Jesús hubiera blasfemado diciendo que él es el Cristo, el Hijo de Dios. La autoridad romana necesitaba alguna otra razón que no sea meramente de carácter religioso judaico, sino de importancia para la estabilidad del imperio romano. Cuando encontraron la manera como manejar el asunto, tomaron al Señor Jesús, quien debe haber estado ya muy lastimado por el brutal castigo, lo ataron como si fuera un peligroso criminal, y lo llevaron a Poncio Pilato, el gobernador. Poncio Pilato era el prefecto o gobernador romano de Judea, comúnmente llamado: Procurador. Poncio Pilato fue nombrado para ese cargo por Tiberio, en el año 26 DC. Poncio Pilato tenía a su cargo el ejército de ocupación, la tributación que debía pagarse a Roma, el poder de vida o muerte sobre sus súbditos, el poder para nombrar sumo sacerdotes y decidir en los casos que estaba involucrada la pena capital. Poncio Pilato era un gobernante caprichoso y débil dado a los acomodos políticos para mantenerse en su cargo. Su residencia oficial estaba en Cesarea, la ciudad que Herodes había edificado a la orilla del mar Mediterráneo en honor de Cesar Augusto. Tenía un palacio en Jerusalén y pasaba en esa ciudad durante la fiesta de la Pascua, cuando se agolpaban las multitudes y siempre era posible algún desorden. En este punto, Mateo, el escritor del Evangelio que estamos estudiando, en lugar de continuar mostrando lo que pasó con el Señor Jesús ante Poncio Pilato, hace un paréntesis para mostrar el triste final de Judas Iscariote. Permítame leer el texto en Mateo 27:3-10. La Biblia dice: Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos, diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó. Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre. Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel; y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor.
Viendo que el Señor Jesús había sido condenado a muerte, Judas Iscariote, quien lo entregó por treinta piezas de plata, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos. Esto no significa que Judas Iscariote estaba arrepentido de su pecado, simplemente estaba sintiendo remordimiento por las consecuencias de su pecado. Esto lo sabemos porque terminó suicidándose. El remordimiento es la inquietud o pesar interno que queda después de ejecutada una mala acción. Hablando a los principales sacerdotes y a los ancianos, Judas Iscariote les dijo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Tal vez Judas Iscariote estaba esperando que con estas palabras, los principales sacerdotes y los ancianos den marcha atrás en su decisión de matar al Señor Jesús. La respuesta de los principales sacerdotes y de los ancianos demostró su determinación de matar al Señor Jesús y su total insensibilidad al remordimiento que sentía Judas Iscariote. Las palabras pronunciadas por los principales sacerdotes y los ancianos: ¡Qué nos importa a nosotros! ¡Allá tú! Fueron la sentencia de muerte para Judas Iscariote. Arrastrando el peso de su conciencia y las treinta piezas de plata, se dirigió al templo de Jerusalén y las arrojó las treinta piezas de plata dentro del templo. Al salir del templo de Jerusalén, Judas Iscariote no pensaba en otra cosa sino en quitarse la vida. Halló de donde colgarse, y se ahorcó. El libro de los hechos nos relata algunos detalles de este trágico final, dice que cayendo de cabeza, se reventó por la mitad, y todas sus entrañas se derramaron. Ahora los principales sacerdotes tenían un pequeño problema. En el piso del templo de Jerusalén había 30 piezas de plata. ¿Qué hacer con ellas? Tal vez alguno sugirió tomar esas treinta piezas de plata y echarlas en el tesoro de las ofrendas. Pero a la mayoría de los principales sacerdotes, no les pareció bien porque reconocían que esas treinta piezas de plata era precio de sangre, o dinero mal habido, y no estaba bien poner dinero sucio en el tesoro de las ofrendas. Esto es el colmo de la hipocresía religiosa. Los principales sacerdotes y los ancianos, no se estaban haciendo ningún problema con matar a un inocente, con matar al santo y puro Hijo de Dios, al Cristo, al Mesías de Israel, pero tenían problema con echar treinta piezas de plata, precio de sangre, al tesoro del templo. Así es el pecado amable oyente. Nos distorsiona la visión para tragar el camello y colar el mosquito. De modo que los principales sacerdotes y los ancianos debían decidir lo que iban a hacer con esas treinta piezas de plata. La decisión que tomaron fue utilizar esas treinta piezas de plata para comprar con ellas el campo del alfarero y destinarlo para sepultura de los extranjeros. El campo del alfarero era un terreno del cual los alfareros extraían la arcilla para hacer sus vasijas. En su arrogancia espiritual, los principales sacerdotes y los ancianos, no querían mezclarse con los inmundos gentiles, ni después de muertos, por eso dedicaron este campo para sepultura de los extranjeros. Pero algo que ignoraban los principales sacerdotes y los ancianos es que lo que acababan de hacer fue el cumplimiento de una profecía. Efectivamente, la profecía se encuentra en Zacarías 11:12-13. La Biblia dice: Y les dije: Si os parece bien, dadme mi salario; y si no, dejadlo. Y pesaron por mi salario treinta piezas de plata. Y me dijo Jehová: Echalo al tesoro; ¡hermoso precio con que me han apreciado! Y tomé las treinta piezas de plata, y las eché en la casa de Jehová al tesoro.
Seguramente habrá notado que aparentemente Mateo atribuye estas palabras a Jeremías. La razón para eso es porque en el tiempo del Señor Jesús, el canon Hebreo se dividía en tres secciones, la Ley, los Escritos y los Profetas. La sección de los profetas comenzaba con el libro de Jeremías y los judíos adoptaron la costumbre de llamar a toda esta sección con el nombre del primer libro que aparecía, es decir Jeremías. Interesante que inclusive las acciones que parecen sin importancia para sus actores, son utilizadas por Dios para el cumplimiento de su palabra. Triste el final de Judas Iscariote. Igualmente triste es el final de todo apóstata, de todo aquel que por fuera parece ser del Señor, pero por dentro está totalmente lejos de él. Jamás olvide que una mera apariencia externa no es suficiente para ser aceptado por Dios. Para ser aceptado por Dios se necesita de un cambio interno, de un nuevo nacimiento, y esto se logra cuando por la fe se recibe al Señor Jesucristo como Salvador.
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