El llamado a entregar a Dios lo mejor

Es grato estar nuevamente junto a Usted, amiga, amigo oyente. Bienvenida, bienvenido al estudio bíblico de hoy. Estamos estudiando el libro de Malaquías en la serie titulada: Malaquías, un llamado a vivir piadosamente en medio de un mundo impío. En esta ocasión, David Logacho nos hablará acerca del llamado a entregar a Dios lo mejor.

Prosiguiendo con el estudio bíblico del libro de Malaquías, hoy nos corresponde estudiar el pasaje que se encuentra entre los versículos 6 al 9 del capítulo 1.

Aquí encontramos un llamado a entregar a Dios lo mejor. Lo primero con lo que nos encontramos en este pasaje bíblico es con una reprensión. Malaquías 1:6 en su primera parte dice: “El hijo honra al padre, y el siervo a su señor. Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra? Y si soy señor, ¿dónde está mi temor? Dice Jehová de los ejércitos”

Detengámonos allí. Por medio del profeta Malaquías, Dios está usando episodios del diario vivir para llevar a la reflexión espiritual a su pueblo. Los hijos deben honrar a sus padres. Esto es una norma básica del convivir humano y estaba claramente establecida en el quinto mandamiento del decálogo. Éxodo 20:12 dice: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.”

También los siervos debían honrar a sus amos. Recogiendo el espíritu del Antiguo Testamento en cuando a la relación de los siervos con sus amos, el apóstol Pablo dice lo siguiente en Efesios 6:5 “Siervos, obedeced a vuestros amos terrenales con temor y temblor, con sencillez de vuestro corazón, como a Cristo.”

De modo que, inclusive en el plano meramente humano, los hijos honran a los padres y los siervos a sus amos. ¿Cuánto más en el plano divino? Jehová reconoce este hecho y dice: Siendo que yo soy Padre con “P” mayúscula ¿Dónde está mi honra? Siendo que yo soy Señor con “S” mayúscula ¿Dónde está mi temor, o mi reverencia?

Es muy obvio que Jehová, siendo Padre Celestial y Señor de señores no estaba siendo tratado como tal por parte de los judíos de la época de Malaquías.

Una vez que hemos considerado la reprensión de Jehová, consideremos en segundo lugar a los reprendidos. Jehová tenía en mente a un grupo especial de Judíos. Veamos de quienes se trata. La segunda parte de Malaquías 1:6 dice: “a vosotros, oh sacerdotes, que menospreciáis mi nombre.”

¡Qué triste! Los sacerdotes eran una casta especial de la tribu de Leví, cuya principal responsabilidad era poner en contacto al hombre que es pecador, con Dios que es santo. Lo hacían por medio de los ritos clara y precisamente especificados en la ley de Moisés.

Pero lejos de ser lo que Dios esperaba que sean, los sacerdotes se dejaron arrastrar por sus bajas pasiones y menospreciaron a Jehová. En su debacle moral y sobre todos espiritual, los sacerdotes refutaron a Jehová.

En tercer lugar tenemos entonces la refutación de los sacerdotes. En la tercera parte de Malaquías 1:6 leemos: “Y decís: ¿En qué hemos menospreciado tu nombre?”

Así es el pecado. Cuando hace nido en el corazón de una persona, esa persona se vuelve ciega a su propio pecado. Los sacerdotes estaban deshonrando y despreciando a Jehová, pero se negaban a reconocerlo. Por eso en forma insolente preguntaron a Dios: ¿En qué hemos menospreciado tu nombre? Dios por tanto va a puntualizar las faltas de los sacerdotes.

En cuarto lugar tenemos el reproche a los sacerdotes. Malaquías 1:7-9 dice: “En que ofrecéis sobre mi altar pan inmundo. Y dijisteis: ¿En qué te hemos deshonrado? En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable. Y cuando ofrecéis el animal ciego para el sacrificio, ¿no es malo? Asimismo cuando ofrecéis el cojo o el enfermo, ¿no es malo? Preséntalo, pues, a tu príncipe: ¿acaso se agradará de ti, o le serás acepto? Dice Jehová de los ejércitos. Ahora, pues, orad por el favor de Dios, para que tenga piedad de nosotros. Pero ¿cómo podéis agradarle, si hacéis estas cosas? Dice Jehová de los ejércitos.”

El altar era parte del mobiliario del templo, en el cual los sacerdotes ofrecían los sacrificios. La ley de Moisés contenía en forma detallada las características o cualidades de lo que se debía ofrecer en sacrificio a Dios. Deuteronomio 15:20-21 dice: “Delante de Jehová tu Dios los comerás cada año, tú y tu familia, en el lugar que Jehová escogiere. Y si hubiere en él defecto, si fuere ciego o cojo, o hubiere en él cualquier falta, no lo sacrificarás a Jehová tu Dios.”

Un animal defectuoso, cualquiera que sea el defecto, estaba descalificado para ser ofrecido como ofrenda a Dios. Cuando Dios por medio de Malaquías habla del pan inmundo que se ofrecía en el altar, se está refiriendo a animales defectuosos que los sacerdotes estaban ofreciendo en sacrificio a Dios.

Los sacerdotes pretendían esconder su deshonra a Dios y preguntaron: ¿En qué te hemos deshonrado? La respuesta de Jehová por medio de Malaquías fue: En que pensáis que la mesa de Jehová es despreciable. Hacer sacrificios de animales ciegos, cojos o enfermos era equivalente a despreciar a Jehová.

Dios es tan sabio que lanza un argumento contundente para que los sacerdotes capten lo horrendo de su falta. Dice a los sacerdotes algo como lo siguiente: Ustedes tienen que entregar impuestos a los que los oprimen, ¿verdad? ¿Se atreverían a entregar en calidad de impuesto un animal ciego? ¿o un animal cojo? ¿o un animal enfermo?

Me imagino que los sacerdotes estarían meneando su cabeza en un gesto de negación. Jamás se atreverían a dar algo dañado a alguien que está en autoridad. Pues si no se atreven a hacer algo así con un mero ser humano, por más encumbrado que fuera, ¿por qué entonces lo hacen con Dios, quien es infinitamente más excelso que cualquier ser humano en este mundo?

Los sacerdotes deben haberse quedado con la boca cerrada, al darse cuenta de lo horrendo de su pecado de dar a Dios cosas dañadas. Como si eso no fuera suficiente, Dios lanza otro razonamiento igualmente contundente. Dice a los sacerdotes algo como lo siguiente: Ustedes me oran pidiendo que yo tenga piedad del pueblo, lo cual es parte de su responsabilidad como sacerdotes, pero ¿Creen realmente que yo voy a oír y contestar esas oraciones cuando Ustedes me deshonran ofreciendo en mi altar animales defectuosos?

Nuevamente aquí, los sacerdotes deben haberse quedado con la boca cerrada. Ahora tenían muy claro lo grave de su ofensa a Dios. La reacción más común de los creyentes, cuando toman conciencia de lo que estaba pasando en la época de Malaquías, es apuntar con el dedo índice a esos sacerdotes y decir: ¡Qué malvados! ¡Cómo es posible que hagan algo así!

Pero jamás olvide que cuando uno apunta a otro con el dedo índice, los otros cuatro dedos apuntan directamente al que apunta con el dedo índice. Vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en nuestro propio ojo. Digo esto porque nosotros, los creyentes, también damos a Dios lo ciego, lo cojo y lo enfermo.

¿En qué sentido? Pues tomemos el caso del tiempo. El tiempo es un bien que nos ha dado Dios. Todos tenemos 24 horas en el día. Nadie tiene más y nadie tiene menos. Pero ¿Acaso no es cierto que lo mejor de esas 24 horas lo tomamos para nosotros mismos y el resto se lo damos a Dios? Y aún eso a regañadientes. No estoy diciendo que deberíamos pasar 12 horas cada día en oración. Ojalá pudiéramos hacerlo, pero no es cuestión de cantidad de tiempo sino de calidad de tiempo.

Quizá unos treinta minutos de verdadera comunión con Dios por medio de su palabra y la oración, sea mejor que horas de cumplir con un rito vacío de significado. El mejor tiempo del día es después de despertarnos a la mañana. La mente está descansada, las interrupciones son mínimas.

¿Estamos dedicando a Dios al menos unos treinta minutos para estar a solas con él? O como los sacerdotes del tiempo de Malaquías, estamos entregando a Dios lo que sobra, lo que no vale. Ahora tomemos el caso de nuestra vida. ¿Acaso no es cierto que lo mejor de ella la usamos para nosotros mismos y el resto, lo que sobra se lo damos a Dios? La mejor parte de la vida es cuando una persona está joven o en la edad adulta temprana, pero ¿No es cierto que esta etapa de plenitud de la vida la gastamos en nosotros mismos, muy conscientes de que cuando se acabe esa etapa nos dedicaremos a Dios?

Estamos dando a Dios lo que sobra, lo ciego, lo cojo y lo enfermo. ¿Cree que Dios se agradará de esto? Tomemos el caso del dinero, o de los bienes en general. Todo dinero, todo bien material, proviene de Dios. Los creyentes somos solamente mayordomos del dinero y de la riqueza en general, pero ¿Estamos dando a Dios lo mejor? ¿Es a Dios a quien primero damos de lo que él mismo nos ha dado? ¿Acaso no es verdad que muchas veces damos a Dios lo que nos sobra después de haber gastado casi todo lo que él nos dio, en nosotros mismos? ¿Acaso no es verdad que muchas veces no damos absolutamente nada a Dios, escudándonos detrás del razonamiento que lo que tenemos no nos alcanza ni para nosotros?

Quizá la parte menos popular, o menos esperada, o menos apreciada del culto en las iglesias, es el tiempo de recoger las ofrendas. Sentimos como si alguien nos estuviera metiendo la mano al bolsillo en contra de nuestra voluntad. Cuando por fin logramos vencer la resistencia y metemos la mano al bolsillo o al bolso, nuestros dedos automáticamente se tornan en expertos detectores de los billetes de menor denominación o de monedas de menor valor y sacamos justamente eso para entregar al Señor.

Y cuando vemos que en el bolsillo hay solamente billetes grandes tenemos la audacia de pedir cambio a la persona que está recogiendo la ofrenda. Aquí tiene cinco dólares, deme cuatro con noventa de cambio. ¿Es esto entregar a Dios lo mejor? ¿Piensa que Dios se agradará con esta conducta? Estoy seguro que Dios nos estará haciendo los mismos reclamos que hizo a los sacerdotes en el tiempo de Malaquías.

Es hora de reconocer el error de no estar dando lo mejor al Señor y es hora de rectificar esta conducta. Que por la gracia de Dios estemos dispuestos a hacerlo.

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